Por Redacción Judicial
En la ciudad de Victoria, provincia de Entre Ríos, se desarrolla una historia que recuerda dolorosamente al caso “Fornerón e hija vs. Argentina”, por el que el Estado nacional fue condenado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en 2012. En aquel entonces, la Justicia entrerriana fue señalada por vulnerar el derecho al vínculo familiar, impedir el acceso a la justicia y operar con prejuicio y rigidez procesal. Hoy, a más de una década, las mismas prácticas parecen repetirse con otros rostros, pero el mismo mecanismo.
Una madre —cuya identidad preservamos— enfrenta desde hace más de un año un sistema judicial que no solo desoye sus reclamos, sino que la castiga por insistir. Jueces recusados que continúan interviniendo sin resolver sus propias excusaciones, medidas arbitrarias dictadas inaudita parte, negativa a aplicar medidas de protección económica, uso de expedientes paralelos que confunden y desorientan, cortes de luz y gas ordenados por el propio juzgado mientras se impide el uso de la vivienda familiar. Todo esto mientras se la priva de ver a su hijo durante semanas sin ningún informe que lo justifique.

El juez denunciado, Juan Eduardo Lloveras, ha sido recusado y denunciado reiteradas veces ante el Jurado de Enjuiciamiento. Sin embargo, continúa resolviendo causas con el aval de un Poder Judicial que prefiere cerrar filas antes que reconocer la posibilidad de un error o, peor aún, de un patrón de maltrato judicial. La madre fue incluso hostigada en su domicilio por la policía a instancias de resoluciones firmadas por el mismo magistrado. Ha sido tratada como enemiga del sistema por reclamar algo tan elemental como vivir con su hijo en condiciones dignas.
Los escritos de su defensa, firmados por el abogado Carlos Guillermo Reggiardo, documentan con precisión lo que está en juego: “Este no es solo un caso de desequilibrio económico o falta de tutela judicial. Es un proceso donde la Justicia ha sido utilizada para profundizar la desigualdad, para castigar a quien reclama y proteger al fuerte con recursos. Es el reverso exacto de lo que debería ser el Derecho de Familia”.
Las referencias al caso Fornerón no son antojadizas. En su fallo del 2012, la Corte Interamericana sostuvo que “el Estado argentino falló en su deber de garantizar el acceso a la justicia y la protección judicial, en un contexto donde el poder judicial actuó con prejuicio, rigidez y desapego a los derechos fundamentales”. La historia se repite en Victoria: un proceso viciado, dirigido por un juez cuestionado, sin medidas equitativas, y con una clara inversión de prioridades.
La madre ha invocado la Convención sobre los Derechos del Niño, la Convención de Belém do Pará, la Ley Nacional 26.485 y la Ley Provincial 10.058, todas ellas con jerarquía normativa clara. Ha citado jurisprudencia de la Corte Suprema argentina sobre tutela judicial efectiva y del STJER sobre la obligación de los jueces de actuar con sensibilidad en contextos de vulnerabilidad. Pero nada ha sido suficiente para frenar la maquinaria institucional que parece decidida a triturarla en lugar de escucharla.
Los recursos interpuestos, incluso los de inaplicabilidad de ley, han sido rechazados por tecnicismos que remiten a lo más rancio del formalismo judicial. “No hay sentencia definitiva”, dicen. “No se acredita la causal”, repiten. ¿No es acaso ese el mismo razonamiento que usó la Justicia entrerriana para desoír a Fornerón durante años?
Si algo enseña la condena internacional del caso Fornerón es que los procesos judiciales también pueden violar derechos humanos. Y que un juez parcial, un expediente manejado a discreción y una justicia que ampara a quien más tiene mientras castiga a quien reclama, configuran una vulneración sistemática.
En Victoria, hay una madre a la que se le niega justicia, a la que se la empuja a la pobreza, a la que se la separa de su hijo, y a la que se la acusa de maliciosa por pedir explicaciones. Si esto no es otro caso Fornerón, ¿qué lo es?
La pregunta no es retórica. Es urgente. Porque cuando la Justicia se vuelve parte del daño, el problema ya no es el expediente: es el sistema entero.