La reforma previsional que empuja Rogelio Frigerio se vende como “ordenamiento” y “fin de privilegios”, pero cuando uno mira el contenido real —y sobre todo lo que se descartó— queda una sensación bastante nítida: el proyecto se queda a mitad de camino y el costo principal vuelve a caer sobre el universo más grande y más vulnerable del sistema.
Si bien hubo un quiebre del deficit historico, con la gestion BAGNAT, que vino a depurar años de desidia del principal actor de la corrupcion, el YOUTUBER MILLONARIO DANIEL ELIAS, lo que trasciende sobre algunas exigencias de FRIGERIO al proyecto lo ponen en el ojo de la tormenta.
El cambio más contundente es, sin vueltas, subir la edad jubilatoria. Se propone llevarla al esquema nacional: 65 años para los hombres y 60 para las mujeres, dejando atrás los 62 y 57 vigentes hoy en Entre Ríos. Eso no es una “reforma técnica”: es correr la línea de llegada. En la práctica, significa que miles de trabajadores van a tener que permanecer más tiempo en actividad para acceder al mismo derecho, en un contexto donde el mercado laboral expulsa, la salud se deteriora y las trayectorias de aportes son cada vez más irregulares.
Hasta ahí, el Gobierno podría argumentar que “no hay alternativa” porque el sistema no cierra. El problema es que, cuando aparece una medida que sí tocaba la fibra del privilegio —la posibilidad de poner un tope a jubilaciones altísimas, que se mencionó en el rango de 10 a 12 millones de pesos— la respuesta fue recular. Se descartó con el argumento de que “se judicializa” y que existe riesgo de perder. Traducido al castellano de la calle: si el conflicto es con los de abajo, se lo llama sustentabilidad; si el conflicto es con los de arriba, se lo llama prudencia.
Y como si fuera poco, la reforma incorpora otro capítulo que resulta explosivo por su impacto fiscal: la absorción de jubilados de ENERSA y BERSA (y también Sidecreer) al régimen provincial. No es un detalle menor: se trata de sectores cuyos pasivos ya llegan con déficit o con una relación aportantes/jubilados muy desfavorable. Lo que se plantea es traerlos a la órbita de la Caja provincial bajo la premisa de que, a futuro, aportarán más trabajadores. Pero el costo presente existe, es concreto, y el “alivio” queda atado a acuerdos con ANSES y a proyecciones que no siempre se cumplen. En otras palabras: se socializa el rojo ahora y se promete el equilibrio después.

En paralelo, se avanza sobre el mecanismo de movilidad/actualización, con la idea de desenganchar y que los aumentos de jubilaciones queden atados a lo que el Poder Ejecutivo defina para el sector público. Otra vez: el foco está puesto en ajustar la dinámica del pasivo, no en atacar los nudos duros que el propio sistema fue acumulando durante años.
Por eso es importante decirlo sin eufemismos: hasta ahora no hay un fin real de privilegios. Hay un recorte narrativo que sirve para el discurso, especialmente cuando se menciona lo de las pensiones vitalicias a ex mandatarios. Pero ese es un universo pequeño —pocos casos, y ni siquiera todos las cobran— que funciona perfecto para el titular y pésimo como solución estructural. Mientras se exhibe ese trofeo, se evita el punto que verdaderamente irrita y ordenaría: ponerle un límite a jubilaciones extraordinarias, o al menos diseñar un mecanismo progresivo serio que aguante el test judicial.
Así planteada, la reforma termina pareciéndose más a un movimiento defensivo que a una transformación justa. El Gobierno elige lo que siempre es “posible” políticamente: subir edades, ajustar movilidad y reacomodar cajas deficitarias, pero deja intacto lo más sensible del privilegio real. Y cuando se le pide coherencia —si de verdad la bandera es terminar con privilegios— la respuesta es que eso “se judicializa”.
La discusión, entonces, no es si el sistema necesita cambios: claro que los necesita. La discusión es quién paga el costo y a quién se decide no tocar. Y en el proyecto de Frigerio, por ahora, la balanza está inclinada demasiado hacia el lado de siempre.























