Adán Humberto Bahl empezó como un joven moinista que recaló en los pasillos administrativos del Ministerio de Gobierno. No se destacó por discursos encendidos ni por protagonismo político, sino por su capacidad de moverse en el lugar donde se decidía todo: la contaduría de las contrataciones. Ahí descubrió el verdadero poder, ese que no se mide en votos sino en la lapicera que autoriza una obra, en el sello que libera un pago. Fue el inicio de una carrera marcada por el cemento y los contratos.
De esa base emergió como el ejecutor predilecto de Sergio Urribarri. El esquema estaba perfectamente aceitado: Rodríguez Signes controlaba la legalidad de los contratos y Bahl disponía la ejecución material de todas las contrataciones. Uno legitimaba las firmas, el otro hacía correr el dinero. Así se construyó la dupla que administró la billetera más poderosa de Entre Ríos durante años, mientras el “Pato” usaba esa caja para sostener su poder político. Nadie entiende cómo, con las causas que pesan sobre Urribarri, sus dos alfiles en el manejo del dinero —Bahl y Rodríguez Signes— siguen sin rendir cuentas.
Como ministro de Gobierno, Bahl fue el dueño de la llave. Durante ocho años administró más de 8.000 millones de pesos en obra pública, lo que en aquel entonces equivalía a cientos de millones de dólares con el dólar a menos de diez pesos. Ese dinero se repartía entre intendentes y empresas siempre cercanas, que aprendieron a moverse entre sobreprecios y licitaciones amañadas. El recuerdo de Larroque, donde la obra se pagó completa y nunca se terminó, o el de Seguí, donde sí se ejecutó pero a un precio inflado, son apenas dos ejemplos de un mecanismo que se repetía a lo largo y ancho de la provincia.
El único intendente que rompió el silencio fue Daniel Rossi. Denunció sobreprecios y exigió más obra con la misma plata: le daban fondos para 20 cuadras y terminó asfaltando 27, un 26% extra. La respuesta del sistema fue implacable: lo imputaron, lo persiguieron, le armaron una causa que se estiró durante años. Mientras tanto, los empresarios amigos —Marizza, Szczech, Hereñú— se beneficiaban de probations ridículos que les permitieron evitar la cárcel pagando sumas irrisorias en comparación con lo que se llevaron. La justicia entrerriana, complaciente, castigaba al denunciante y perdonaba a los cómplices.
Pero la historia de Bahl no termina ahí. Su carrera siguió escalando: estuvo a un paso de ser gobernador en 2015, pero Urribarri temió que lo traicionara y eligió a Bordet. Se aseguró, sin embargo, la vicegobernación, desde donde reforzó la maquinaria de los contratos truchos con un equipo de contadores y cajeros de confianza, como Kramer. Y en 2019 se calzó la banda de intendente de Paraná, otra vez con la obra pública como motor de poder, siempre con las mismas tres o cuatro empresas privilegiadas.
La caja nunca se cerró. Su esposa, Claudia Silva, llegó al Senado provincial tras la renuncia forzada de Hugo Maín en un acuerdo electoral. Sus hijos fueron acomodados en la Legislatura con sueldos de privilegio, hasta que el escándalo estalló y hubo que dar marcha atrás. La política provincial conoció de cerca la familia Bahl SA, donde el Estado fue siempre proveedor y garante de fortunas personales.
Bahl encarna como nadie el título de “señor cemento”. Todo en su trayectoria está ligado a la obra pública: contratos, sobreprecios, probations, nepotismo. Mientras Urribarri colecciona condenas, Bahl sigue indemne, como si la justicia hubiera decidido que los que firman y ejecutan no tienen responsabilidad. La impunidad también se construye con cemento, y en Entre Ríos ese edificio tiene nombre y apellido.