En días recientes, Federico Sturzenegger encendió una chispa poderosa: dijo que el Poder Judicial argentino es “el último bastión de la casta” y que su reforma debe inspirarse en lo que hizo la Revolución Francesa con los jueces del Antiguo Régimen. En otras palabras: cortar de raíz la lógica de privilegios, impunidad y encubrimientos que ha hecho de la justicia argentina un poder que sobrevive a todos… y sirve siempre a los que mandan.
La comparación histórica no es inocente. En 1789, la justicia era vista como el sostén institucional del régimen opresor. No representaba al pueblo, sino a la nobleza y al rey. Fue depurada, purgada, y reemplazada por un nuevo sistema que —al menos en sus orígenes— intentaba ser más igualitario. Lo que Sturzenegger plantea es que hoy, en la Argentina, la justicia sigue jugando ese mismo rol de protector del poder de turno, y que si no se la reforma de raíz, seguirá garantizando impunidad para algunos y persecución para otros.
El problema es que en muchas provincias, eso ya ocurre descaradamente. En Entre Ríos, los tribunales dejaron hace tiempo de ser ámbitos de resolución de conflictos. Se han convertido en territorio de operaciones políticas, donde los actores que incomodan al poder son perseguidos, desgastados, neutralizados. Mientras tanto, los “propios” gozan de protección, olvido, sobreseimientos express o eternas dilaciones.
El fenómeno tiene nombre: lawfare, o guerra judicial. Y no es solo una estrategia nacional. En la provincia, se ha sofisticado mediante una alianza funcional entre estructuras partidarias, fiscales con pasado militante y jueces de obediencia garantizada. Muchos de los que hoy ejercen funciones clave fueron actores del poder político en gestiones anteriores: no llegaron por concurso, sino por rosca.
El caso de Entre Ríos es paradigmático: Pierola, Cánepa, Carballo, Barboza, Taleb, por nombrar solo algunos, no son simples funcionarios judiciales. Son —o fueron— militantes políticos con carné partidario, hoy devenidos fiscales o jueces, y con capacidad de manejar expedientes sensibles según conveniencias políticas. Es decir: jueces del régimen. No del Estado de derecho, sino del entramado de poder que desde hace décadas gobierna sin alternancia judicial.
Por eso, cuando Sturzenegger habla de la necesidad de una reforma profunda, su diagnóstico toca una fibra real. El problema es que la justicia no solo ha protegido a los gobiernos anteriores. También se acomoda a los actuales, siempre que no se les cuestione su poder real. En Entre Ríos, nadie ha tocado esa estructura. Ni siquiera se ha planteado.
Causas de corrupción estructural, desvío de fondos, contratos truchos, sobreprecios en seguros, abuso de poder judicializado, siguen empantanadas. Pero las denuncias contra opositores, disidentes o simples denunciantes se activan con velocidad récord. Se trata de un sistema de control del campo político, no de justicia. Un disciplinamiento institucional que usa los resortes del Estado judicial como brazo armado del poder político.
Por eso el planteo de Sturzenegger —sin entrar a juzgar su figura— instala un debate necesario. ¿Es posible una república con una justicia que se comporta como casta? ¿Qué clase de democracia puede funcionar si el sistema judicial selecciona a quién proteger y a quién destruir según el color político del momento?
Lo que está claro es que la reforma judicial no puede seguir siendo un título vacío. O se desmonta el sistema de privilegios y blindajes, o seguiremos bajo un régimen donde el Poder Judicial no es contrapeso, sino continuidad del Ejecutivo. No hay república donde los fiscales tienen pasado partidario y futuro garantizado en la impunidad. No hay equidad cuando las causas se mueven por conveniencia política y no por gravedad institucional.
Sturzenegger habló de la Revolución Francesa. En Entre Ríos, la Bastilla sigue en pie. Y los jueces no temen al pueblo, porque aún se sienten parte del rey.uestos a ser.